El Buscador de joyas

El Buscador de joyas

martes, 28 de febrero de 2012

"Fugaz", de Juan Ramón Mansilla



«Demasiada belleza
para hablar de belleza»



Hay libros que no dejan de mirarte desde la mesita de noche. Lo hacen  con esa risa tenue con que suelen hacerlo aquellas mujeres que se saben dueñas de un vino mucho más sabroso del que nunca te dieron a beber en su bodega. Es el caso de ese libro que de Fugaz solo tiene lo que reza el título, y en cuyas páginas el poeta Juan Ramón Mansilla parece haber querido volver a caminar por los cauces universalistas y atemporales ensayados en aquellos inaugurales Días rotos con que, allá por el año 2000, el poeta consintió –con mucho retraso– en abrirse paso en la poesía española contemporánea como uno de los pocos poetas «ingleses» a que pudo dar lugar la «generación de los ochenta» del pasado siglo.
Después de aquella deliciosa cabalgada culturalista que fue El rostro de Jano (2001), y de aquel viraje inesperado que supuso su Posdata (2003) hacia una poesía inspirada por una voluntad de realismo, y levantada en exclusiva sobre la experiencia vital de un hombre en exceso aherrojado en el aquí y en el ahora, Fugaz nos devuelve, en efecto, a un poesía de tonos reflexivos en la que «la verdad corriente» de un cigarro a medias de consumir en una noche en vela comparte protagonismo con la naturaleza y con las mismas ilusiones del arte –desde las ruinas hasta la poesía o la música– como fuentes originarias de esas emociones humanas que para el poeta merecen ser rescatadas de la desaparición definitiva.
Fugaz es, ciertamente, un poemario de «inquieto pasar», como toda criatura nacida de la contradicción. Sus poemas nos sitúan desde un primer momento ante los demoledores argumentos del tiempo que pasa, para concluir–con Li Po– que «ni el agua que transcurre torna a su manantial / ni la flor desprendida de su tallo / vuelve jamás al árbol que la dejó caer».  Mansilla se permite también, algunas veces, el lujo de evocar el pasado, pero lo hace menos como un gesto decadente y enfermizo de melancolía que como un argumento reflexivo que busca apuntalar la experiencia del hoy y del ayer como 
una verdad distinta que es preciso proteger de los «hostiles vientos» de la «la verdad corriente» y del «verdín» de la añoranza. «Cada estación –nos dice– tiene sus flores y su sed / y ésas son de las que dejan su olor / muriendo pronto». Parafraseando a Jaime Siles, el poeta busca afrontar la experiencia de la devastación glorificando lo fugaz mediante esa «memoria poderosa» que, liberada -como en Paul Celan– de nostalgia, ejecuta su poder sobre el pasado hasta alcanzar en él «la conciencia profunda del instante» y hasta convertirlo en un espacio intelectual en donde «el rostro / aún tiene dos años / y el horizonte la cereza blanda de los atardeces»
La misma «memoria poderosa» que cincela el pasado de este modo, atañe también a la experiencia del presente. En ambos casos, se enfrenta a un enemigo que es tanto o más poderoso que la añoranza, y que no es otro que «empeño por transformar» la vida mediante la palabra en «otra verdad…erigida por el remordimiento»: la perversión del Arte. Aquí, en este punto, Fugaz alcanza momentos de auténtico esplendor, adentrándose en una dimensión distinta que lo convierte, sin lugar a dudas, en un canto a la vida, con el que Mansilla renuncia a «malgastar la poesía / en cálculos estériles sobre la eternidad», a «ceñir / lo nunca sujeto», a dibujar «aguas frente a un mar / que no existe» o a transformar la existencia en una visión artificial «que no corresponde / a eso tan leve que es la vida». Poemas como “Nubes”, “Clase de música” o la “Mariposa de Chen Tzé” son algunos de los ejemplos más maduros de esa poesía construida desde la aceptación de las muchas renuncias padecidas «antes de tener / las primicias de mayo de nuevo en la boca», y con la única herramienta de esa «memoria poderosa» que es capaz de rescatar sin artificialidad los instantes fugaces de la vida para dejarnos enormemente solos frente a una única verdad: existe «demasiada belleza para hablar de belleza»…
Este último verso nos recuerda aquella antigua y hermosísima leyenda que relata cómo, cierto día, un comerciante europeo se quedó prendado de una adolescente que bailaba como una lengua de fuego en una de las tabernas que flanqueaban el zoco de Damasco. “Qué voluptuosa eres, muchacha”, le dijo. Y ella, acercándose hacia él, le respondió mirándole a los ojos con los ojos redondos de su asombro: “Viajero, ¿qué es la voluptuosidad?”. La leyenda no nos cuenta lo que hizo el anciano cuando aquella muchacha le arrojo a la cara los vientos del este. No sabemos lo que hizo el viajero, pero sí sabemos lo que ha hecho Juan Ramón Mansilla. Y aunque el poeta niegue abruptamente haberse alejado de la tradición literaria occidental para caminar descalzo por las arenas del desierto o para trasladar a las orillas del Yang-Tze su arriscada tienda de campaña, lo cierto es que la actitud vital que reivindica en su Fugaz, y muchos de los recursos poéticos que abren todo su esplendor en no pocas de sus composiciones, nos inducen a pensar en este poemario nacido de la contradicción como en la inusual cosecha de un mundo literario crecido a la sombra de la poesía inglesa pero alumbrado -de pronto– por Oriente y sus farolillos rojos. Todo ello convierte
Fugaz, ante mis ojos, en uno de esos palacios de invierno que, después de haberlos recorrido de un modo interminable, te devuelven siempre la certeza de que aún existen puertas por abrir.


(Biografía de Juan Ramón Mansilla; Antología poética; Comentarios y reseñas de su obra literaria; Títulos del autor editados por El Toro de Barro y blog del autor)













sábado, 13 de marzo de 2010

A Ollada de Astarté

EL LABERINTO DESCIFRADO
DE PURA SALCEDA
Carlos Morales



Fue Basilio Rodríguez Cañada –uno de los laberintos más inteligentes y habitables del mundo editorial español– quien, de la mano de su prestigiosa colección Fugger, nos puso sobre la pista de Pura Salceda. Como otras muchas de las rescatadas del silencio por este editor de ley, la voz de esta mujer nacida en México de padres gallegos en 1961, pero que ha vivido desde su más temprana infancia en Cataluña, se sumó de inmediato a ese largo collar de joyas durante demasiado tiempo sumergidas que, por encima de su diversidad estética, han hecho de su aparición tardía un gesto disidente ante la marea rehumanizadora con que los «partidarios de la realidad» de su propia generación dibujaron los perfiles canónicos de la poesía española contemporánea desde los comienzos mismos de los años ochenta.
Tal vez, el principal argumento de su disidencia, inaugurada por esos primeros y transgresores Versos de perra negra (2005) que la autora editó en plena madurez personal y con los que dio comienzo su vida literaria, ha venido dado por su firme voluntad de liberar las distintas emociones humanas que han sustentado desde entonces su geografía poética del peso de todo contexto histórico concreto y, de un modo muy particular, de las ligaduras con la cotidianidad urbana que para la estética del realismo dominante se había convertido en el único marco posible de toda escritura. Esa renuncia a la historicidad de la emoción, que procura acentuar su universalidad y convertirla en un reflejo de la experiencia vital de los hombres y mujeres de cualquier tiempo, no se ha roto en modo alguno en La mirada de Astarté, porque la incorporación al lenguaje poético de referentes míticos de la antigüedad semítica o helénica –una de bestias negras contra la que los poetas de su generación fueron más beligerantes– no es un brusco viraje melancólico hacia los paraísos de un tiempo lejano que ya no podremos vivir, ni tampoco un modo de rescatarnos de la decadencia y de la mediocridad de este tiempo presente que nos mata, sino un modo simbólico de acentuar el poder regenerador y fértil de la emoción amorosa.
Llegados a este punto, conviene resaltar que, con La mirada de Astarté, Pura Salceda ha cerrado el círculo abierto por los Versos de perra negra, alejando el “yo poético” de la abrasadora experiencia de la sumisión para glorificarlo ahora en la no menos ardiente experiencia del dominio. Nada queda ya de la “cometa dócil encadenada al cielo”. La “perra negra como negra es la noche” que se arroja a “los pies de su amo” ha dejado paso a una Astarté que es “la que lucha, la que vence, la que cabalga río arriba, la que galopa en el río de cantos negros” y la que, tras atravesar un cielo “largísimo y oscuro”, se sabe “sombra que todo lo ilumina” y se siente capaz, con su “mirada caliente”, de otorgar a las cosas un nuevo resplandor, un nombre nuevo, una nueva conciencia de la vida.
Sin embargo, y aunque con La mirada de Astarté irrumpa en el mundo poético de Pura Salceda con un protagonismo que en su anterior poemario nunca alcanzó a tener, la experiencia de dominio no es ahora por sí misma, como tampoco lo fue la sumisión, la llave que nos permite interpretar la visión amorosa que la autora nos propone con sus versos. Muy en la línea de la mística amorosa judía, la capacidad regeneradora del amor ya no afecta sólo al ser amado que recibe el impulso vital de la palabra convertida ahora en “mirada caliente”, sino que vuelve de nuevo del barro transformado a la misma mano que, por amor, lo moldeó: “remonta río arriba”, y fluye hacia su creador para fecundarlo sin remedio en un incesante camino de retorno. “Desnudé mis pies para tu boca. / En ella, mi danza se calza / con las notas esta imperfecta partitura”…Este ir y venir del poder amoroso, que tanto nos recuerda a ese “dios deseante y deseado” de Juan Ramón Jiménez que crea y se transforma en su propia criatura, es, en realidad, el gran protagonista de La mirada de Astarté, la clave que nos permite acceder a la experiencia amorosa como un “laberinto descifrado”.
Con él, Pura Salceda ha dibujado un lienzo de barroco dinamismo y extremada sexualidad, en el que los amantes emergen de la noche y de lo oscuro para enfrentarse el uno contra el otro como si creyeran que el amor y la vida sólo son de quienes los combaten, tal Jacob y el Ángel. La autora ha renunciado así a toda reflexión, para arrojarse –y arrojarnos– a unas visiones vertiginosas de la gloria y del abismo. Está, en cierto modo, en la naturaleza de las cosas que, al intentar dibujar ese abigarrado y constante mundo de acción radical que es el combate amoroso, la autora haya recurrido a un lenguaje poético cargado de expresionismo y de irracionalidad, pero lo que en verdad nos la muestra en todo su esplendor son esas imágenes, metáforas y evocaciones que, aquí y allá, como repentinos fogonazos de luz pacificadora que se adentran sin pedir permiso en un escenario de báquicos excesos, nos recuerdan que la poesía es –la poesía que importa– el sagrado territorio de lo inesperado. El mismo territorio al que Pura Salceda nos invita a entrar ahora sin protección alguna, como a un placer privado en medio de la noche
….

***

(Prólogo de A ollada de Astarté. editado por la colección Espiral Maior de Poesía en 2007. El lector puede aventurarse por la breve antología de la obra poética de Pura Salceda que El Toro de Barro ha editado en otro lugar de este mismo espacio, o acudir directamente a su propio blog, que por su calidad estética te invitamos a visitar por medio de este mismos enlace:


3 comentarios:
El detective amaestrado dijo: Cuanto nos gusta Pura...(17 de mayo de 2007 21:53).
Anónimo dijo: Estoy bastante de acuerdo con su prólogo, pero sólo en los objetivos cumplidos de La Mirada de Astarte: cerrar el círculo de la batalla amorosa, como Ud dice. Pero creo que, como poeta, a Pura Salceda le falta contencion en la expresión de las emociones: con menos palabras podría decir lo mismo, no cree? Lupe Castro (19 de mayo de 2007 20:47).
LOLA GRACIA dijo: Pura es tan bella por dentro como por fuera. Por eso son tan bellos sus poemas, versos, palabras... A mí no me sobra ninguna, la verdad. (23 de mayo de 2007 10:23)

sábado, 1 de septiembre de 2007

Patricia Damiano


Patricia Damiano
y
el bisturí de plata


Cuesta trabajo ver a los Valéry, a los Celan, a los Cirlot, a los Crespo o a los Verlaine, en cuyas insólitas sentinas interiores Europa aprendió a viajar por los mundos más inexplorados de sí misma, convertidos en galeones desvencijados en las playas más ocultas y olvidadas de su poesía contemporánea. Fuera de los poderosos resplandores -pienso ahora en la española Clara Janés- de algunos de sus hijos, que perseveraron en la idea de que el lenguaje es -por encima de cualquier otra consideración- la principal fuente de emoción poética, la mayoría de ellos parecen condenados a iluminar con sus candelas encendidas apenas no más que las tortuosas catacumbas que se extienden bajo el mundo literario como un reverberante -pero silencioso- laberinto.
Cuando, en aras de una gigantesca oleada rehumanizadora, la poesía europea parece haber arrojado a la gaena los caminos abiertos por las viejas vanguardias del simbolismo y de la irracionalidad, sus banderas ondeantes nos llegan de nuevo -multiplicadas e hirientes- de los ariscados acantilados de América con un gesto disidente tallado en la proa de sus barcos, acaso -me digo- para recordarnos lo que fuimos, en algo parecido a un nuevo redescubrimiento, o a una invitación para iniciar, sin complejos, un renovado camino de retorno a nuestros antiguos -pero nunca viejos- estados mejores de conciencia.
En ello pienso ahora, cuando me dejo llevar en medio del asombro por la arriesgadísima voz de la Patricia Damiano, una argentina nacida en Buenos Aires y que emergió con fuerza -todo un símbolo- en 1992 con la edición casi simultanea de su Crepúsculo cierto, la palabra de los Los testigos y su Exequial extraño, para continuar con De vísperas y postludios (1995), Cierta es la noche (1998), Testigo presencial (1998) y La noche, esta región (2001). Para quien no tenga la oportunidad -ese es mi caso- de tener alguna de esas joyas colgadas de el cuello de su biblioteca, podría -si lo quisiera- encontrar sus resplandores en estos extraños laberintos de la red que conducen a sitios tan elocuentes como Ignoria, Adamar, Diamantes gratis, o Factor serpiente; también puede detenerse en esas cinco gargantillas que ha tenido el orgullo de editar en su aún titubeante espacio virtual la editorial española El Toro de Barro, precisamente cuando se cumple el décimo aniversario de la muerte del poeta español Carlos de la Rica, que fue el responsable del inicio, en 1965, de su ya larga aventura literaria.
Pero lo mejor, sin duda, es acudir a las habitaciones privadas de la propia Patricina Damiano y contemplar de cerca los sorprendentes laberintos de un mundo interior dominado por el poder de la noche en el que el "yo" poético es -precisamente- la misma noche desde la que nos habla, y que no es otra cosa que el símbolo propicio de la orfandad del espíritu. Patricia Damiano somete la expresión literaria de la emoción nacida de ese estado espiritual a un constante proceso de ablación, con el objeto de romper con la lógica común y socialmente aceptada del lenguaje para proponer un lenguaje nuevo que nos conduzca a nuevas percepciones. Los agresivos encabalgamientos, las obsesivas reiteraciones y la propia irracionalidad del mundo simbólico que caracterizan sus composiciones constituyen, en sí mismos, una fuente de emoción que no hace otra cosa que agigantar las emociones humanas a las que la autora parece haberse encomendado: la certeza de la pérdida y de la orfandad. Al igual que Paul Celan, y una vez desmantelados las "rejas del lenguaje", Patricia Damiano arroja lo que queda del lector a esa suerte de inquietud de quien sabe que ha sido -sin quererlo- desnudado, o de quien ve su alma de pronto sometida a una auténtica operación de cirujía por un bisturí de plata que deja al descubierto esa noche común que nos amenaza siempre, o los rescoldos de un fuego antiguo que quisimos apagar porque su explendor, su libertad, nos daba -simplemente- miedo....