«Demasiada belleza
para hablar de belleza»
Hay libros que no dejan de mirarte desde la mesita de noche. Lo hacen con esa risa tenue con que suelen hacerlo aquellas mujeres que se saben dueñas de un vino mucho más sabroso del que nunca te dieron a beber en su bodega. Es el caso de ese libro que de Fugaz solo tiene lo que reza el título, y en cuyas páginas el poeta Juan Ramón Mansilla parece haber querido volver a caminar por los cauces universalistas y atemporales ensayados en aquellos inaugurales Días rotos con que, allá por el año 2000, el poeta consintió –con mucho retraso– en abrirse paso en la poesía española contemporánea como uno de los pocos poetas «ingleses» a que pudo dar lugar la «generación de los ochenta» del pasado siglo.
Después de aquella deliciosa cabalgada culturalista que fue El rostro de Jano (2001), y de aquel viraje inesperado que supuso su Posdata (2003) hacia una poesía inspirada por una voluntad de realismo, y levantada en exclusiva sobre la experiencia vital de un hombre en exceso aherrojado en el aquí y en el ahora, Fugaz nos devuelve, en efecto, a un poesía de tonos reflexivos en la que «la verdad corriente» de un cigarro a medias de consumir en una noche en vela comparte protagonismo con la naturaleza y con las mismas ilusiones del arte –desde las ruinas hasta la poesía o la música– como fuentes originarias de esas emociones humanas que para el poeta merecen ser rescatadas de la desaparición definitiva.
Fugaz es, ciertamente, un poemario de «inquieto pasar», como toda criatura nacida de la contradicción. Sus poemas nos sitúan desde un primer momento ante los demoledores argumentos del tiempo que pasa, para concluir–con Li Po– que «ni el agua que transcurre torna a su manantial / ni la flor desprendida de su tallo / vuelve jamás al árbol que la dejó caer». Mansilla se permite también, algunas veces, el lujo de evocar el pasado, pero lo hace menos como un gesto decadente y enfermizo de melancolía que como un argumento reflexivo que busca apuntalar la experiencia del hoy y del ayer como una verdad distinta que es preciso proteger de los «hostiles vientos» de la «la verdad corriente» y del «verdín» de la añoranza. «Cada estación –nos dice– tiene sus flores y su sed / y ésas son de las que dejan su olor / muriendo pronto». Parafraseando a Jaime Siles, el poeta busca afrontar la experiencia de la devastación glorificando lo fugaz mediante esa «memoria poderosa» que, liberada -como en Paul Celan– de nostalgia, ejecuta su poder sobre el pasado hasta alcanzar en él «la conciencia profunda del instante» y hasta convertirlo en un espacio intelectual en donde «el rostro / aún tiene dos años / y el horizonte la cereza blanda de los atardeces»
La misma «memoria poderosa» que cincela el pasado de este modo, atañe también a la experiencia del presente. En ambos casos, se enfrenta a un enemigo que es tanto o más poderoso que la añoranza, y que no es otro que «empeño por transformar» la vida mediante la palabra en «otra verdad…erigida por el remordimiento»: la perversión del Arte. Aquí, en este punto, Fugaz alcanza momentos de auténtico esplendor, adentrándose en una dimensión distinta que lo convierte, sin lugar a dudas, en un canto a la vida, con el que Mansilla renuncia a «malgastar la poesía / en cálculos estériles sobre la eternidad», a «ceñir / lo nunca sujeto», a dibujar «aguas frente a un mar / que no existe» o a transformar la existencia en una visión artificial «que no corresponde / a eso tan leve que es la vida». Poemas como “Nubes”, “Clase de música” o la “Mariposa de Chen Tzé” son algunos de los ejemplos más maduros de esa poesía construida desde la aceptación de las muchas renuncias padecidas «antes de tener / las primicias de mayo de nuevo en la boca», y con la única herramienta de esa «memoria poderosa» que es capaz de rescatar sin artificialidad los instantes fugaces de la vida para dejarnos enormemente solos frente a una única verdad: existe «demasiada belleza para hablar de belleza»…
Este último verso nos recuerda aquella antigua y hermosísima leyenda que relata cómo, cierto día, un comerciante europeo se quedó prendado de una adolescente que bailaba como una lengua de fuego en una de las tabernas que flanqueaban el zoco de Damasco. “Qué voluptuosa eres, muchacha”, le dijo. Y ella, acercándose hacia él, le respondió mirándole a los ojos con los ojos redondos de su asombro: “Viajero, ¿qué es la voluptuosidad?”. La leyenda no nos cuenta lo que hizo el anciano cuando aquella muchacha le arrojo a la cara los vientos del este. No sabemos lo que hizo el viajero, pero sí sabemos lo que ha hecho Juan Ramón Mansilla. Y aunque el poeta niegue abruptamente haberse alejado de la tradición literaria occidental para caminar descalzo por las arenas del desierto o para trasladar a las orillas del Yang-Tze su arriscada tienda de campaña, lo cierto es que la actitud vital que reivindica en su Fugaz, y muchos de los recursos poéticos que abren todo su esplendor en no pocas de sus composiciones, nos inducen a pensar en este poemario nacido de la contradicción como en la inusual cosecha de un mundo literario crecido a la sombra de la poesía inglesa pero alumbrado -de pronto– por Oriente y sus farolillos rojos. Todo ello convierte Fugaz, ante mis ojos, en uno de esos palacios de invierno que, después de haberlos recorrido de un modo interminable, te devuelven siempre la certeza de que aún existen puertas por abrir.
(Biografía de Juan Ramón Mansilla; Antología poética; Comentarios y reseñas de su obra literaria; Títulos del autor editados por El Toro de Barro y blog del autor)